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Jardín perdido. La aventura vital de los Panero

Andrés Martínez Oria

Akron. Astorga, 2009. 670 páginas, 25 euros

Ricardo SENABRE | Publicado el 02/10/2009 |  Ver el número en PDF



Recluido en el inferior de la cubierta y escamoteado en la portada, el subtítulo (La aventura vital de los Panero) de este nuevo volumen de Andrés Martínez Oria (Salamanca, 1950) parece orientarnos hacia el terreno biográfico y alejarse de las directrices marcada por su obra anterior, toda ella perteneciente a la narrativa de ficción. Pero se trata de una impresión engañosa que convendrá aclarar. Los personajes que desfilan por las páginas de Jardín perdido -acuñación verbal procedente de un poema de Juan Luis Panero- corresponden, en efecto, a seres con existencia real: el poeta Leopoldo Panero y los miembros de su familia, como sus padres y hermanos, su mujer y sus hijos, pero también numerosos amigos, casi todos ellos poetas y artistas conocidos, como Sánchez Mazas, Ricardo Gullón, Rosales, Dámaso Alonso, Cernuda, Luis Felipe Vivanco, Gregorio Prieto, J. R. Masoliver y otros muchos que tuvieron relación con Panero, en algunos casos a lo largo de su vida. Por otro lado, los datos objetivos que afectan a los personajes y delimitan su marco vital -fechas, viajes, lugares de estancia, etc.- se consignan con absoluta exactitud. El autor ha utilizado la bibliografía existente y diversos testimonios cercanos, desde la película de Chávarri El desencanto hasta las “memorias dictadas” de Felicidad Blanc y publicadas con el título de Espejo de sombras (1977). Nada hay que objetar a la fidelidad de las informaciones que la obra encierra. Sin embargo, Jardín perdido es una novela, que puede leerse perfectamente sin tener en cuenta la existencia real de aquellos seres que, conservando su nombre y sus circunstancias, se han ficcionalizado al transformarse en personajes narrativos. Y su conversión en criaturas literarias permite al autor bucear en su fondo psicológico, explorar sus sentimientos e impresiones, ahondar en esa interioridad que las biografías ignoran a menudo -y así debe ser quizá- por tratarse de aspectos acerca de los cuales no se nos han conservado testimonios suficientes y fidedignos. La literatura permite trasponer el umbral donde se detienen la historia o la biografía, llegar a estratos que parecían inalcanzables y, funcionando como un medio de conocimiento más, enriquecer y completar la visión de los hechos.

Esto es lo decisivo en Jardín perdido, lo que ha pretendido el autor y lo que permanece en las impresiones del lector: el conocimiento interior de unos seres, de sus conflictos íntimos, de sus breves etapas de felicidad, de sus sobresaltos emotivos, de su lenta decadencia hacia la extinción definitiva. Para lograrlo, Martínez Oria ha dividido la historia en cuatro partes -tituladas, muy significativamente, “Alba”, “Meridiano”, “Crepúsculo” y “Ocaso”-, cada una de las cuales, apoyada en un personaje predominante y segmentada en secuencias, facilita una movilidad narrativa que se traduce en cambios de perspectiva, en visiones contrapuestas de los hechos, en juicios diversos de acciones y personajes que dependen en cada caso del punto de vista que gobierna el discurso -véanse, por ejemplo, los monólogos sucesivos de Charito y Leopoldo en el entierro de Juan en págs. 128-129-, y también en la mezcla de voces narrativas que a veces hay que identificar por su estilo o sus alusiones: primera persona autorial, tercera persona, narrador homodiegético, monólogo interior, segunda persona. La riqueza de recursos se apoya, además, en un lenguaje variado y rico, entreverado de intertextos y sometido a veces a series anafóricas y a estructuras retóricas y rítmicas demasiado palmarias: “No era fácil desentrañar aquella malquerencia, esclarecer aquel encono, averiguar aquella persecución, descifrar aquel acoso que amenazaba desde la sombra a la familia, como la madreselva, olorosa y tierna, se iba apoderando de árboles y plantas hasta asfixiarlas. Bien claro estaba que no los querían, que había vecinos envidiosos, que no podían confiar en nadie, y sin embargo él se empeñaba en ser amable, en disculparlos, en quitarle hierro a todo” (p. 101).

Con este bagaje expresivo se modelan unos retratos hondos y detallados que ninguna biografía podría haber alcanzado, y el lector asiste a sucesos que cobran luz inusitada gracias al esplendor verbal con que se recrean, cercano a la visión poética: el viaje de novios de Moisés Panero y Máxima Torbado, futuros padres de Leo-
poldo, al monasterio de Piedra, donde el paisaje se hace viva representación de los estados de ánimo; la visita de Felicidad a la casona familiar de Astorga (en una visión que recuerda lejanamente la casa Usher de Poe); la delicadísima relación entre Felicidad Blanc y Luis Cernuda en Londres, resuelta en páginas antológicas y repletas de matices; las desavenencias, desvíos y acercamientos del matrimonio Panero. La transmutación de las experiencias personales en poesía fusión se lleva consigo el recuerdo de versos de Panero y de otros poetas, unidos a comentarios pertinentes y a numerosas reflexiones acerca de la función de la poesía y del arte, emanadas de Panero, de algunos de sus amigos -co-mo Rosales o Dámaso Alonso- o del narrador anónimo, en pasajes donde la literatura, y sobre todo la poesía, se convierte en motivo principal del texto, como lo es en la vida de casi todos los personajes de Jardín perdido.

El acento puesto en los miembros de la familia Panero, cada uno de los cuales va ocupando sucesivamente su alojamiento especial en el relato de acuerdo con la cronología -primero los padres, luego Leopoldo y sus hermanos, a continuación Felicidad Blanc, después los hijos- no debe hacer olvidar que, además, Jardín perdido traza un convincente panorama de la turbia sociedad española del franquismo y del papel de sus intelectuales en los intentos de propaganda cultural orquestados por el régimen: un aspecto que no por conocido deja de tener interés.






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