Recluido en el inferior de la cubierta y escamoteado en la portada, el subtítulo (La aventura vital de los Panero)
de este nuevo volumen de Andrés Martínez Oria (Salamanca, 1950) parece
orientarnos hacia el terreno biográfico y alejarse de las directrices
marcada por su obra anterior, toda ella perteneciente a la narrativa de
ficción. Pero se trata de una impresión engañosa que convendrá aclarar.
Los personajes que desfilan por las páginas de Jardín perdido -acuñación
verbal procedente de un poema de Juan Luis Panero- corresponden, en
efecto, a seres con existencia real: el poeta Leopoldo Panero y los
miembros de su familia, como sus padres y hermanos, su mujer y sus
hijos, pero también numerosos amigos, casi todos ellos poetas y artistas
conocidos, como Sánchez Mazas, Ricardo Gullón, Rosales, Dámaso Alonso,
Cernuda, Luis Felipe Vivanco, Gregorio Prieto, J. R. Masoliver y otros
muchos que tuvieron relación con Panero, en algunos casos a lo largo de
su vida. Por otro lado, los datos objetivos que afectan a los personajes
y delimitan su marco vital -fechas, viajes, lugares de estancia, etc.-
se consignan con absoluta exactitud. El autor ha utilizado la
bibliografía existente y diversos testimonios cercanos, desde la
película de Chávarri El desencanto hasta las “memorias dictadas” de Felicidad Blanc y publicadas con el título de Espejo de sombras (1977). Nada hay que objetar a la fidelidad de las informaciones que la obra encierra. Sin embargo, Jardín perdido
es una novela, que puede leerse perfectamente sin tener en cuenta la
existencia real de aquellos seres que, conservando su nombre y sus
circunstancias, se han ficcionalizado al transformarse en personajes
narrativos. Y su conversión en criaturas literarias permite al autor
bucear en su fondo psicológico, explorar sus sentimientos e impresiones,
ahondar en esa interioridad que las biografías ignoran a menudo -y así
debe ser quizá- por tratarse de aspectos acerca de los cuales no se nos
han conservado testimonios suficientes y fidedignos. La literatura
permite trasponer el umbral donde se detienen la historia o la
biografía, llegar a estratos que parecían inalcanzables y, funcionando
como un medio de conocimiento más, enriquecer y completar la visión de
los hechos.
Esto es lo decisivo en Jardín perdido, lo que ha pretendido el autor
y lo que permanece en las impresiones del lector: el conocimiento
interior de unos seres, de sus conflictos íntimos, de sus breves etapas
de felicidad, de sus sobresaltos emotivos, de su lenta decadencia hacia
la extinción definitiva. Para lograrlo, Martínez Oria ha dividido la
historia en cuatro partes -tituladas, muy significativamente, “Alba”,
“Meridiano”, “Crepúsculo” y “Ocaso”-, cada una de las cuales, apoyada en
un personaje predominante y segmentada en secuencias, facilita una
movilidad narrativa que se traduce en cambios de perspectiva, en
visiones contrapuestas de los hechos, en juicios diversos de acciones y
personajes que dependen en cada caso del punto de vista que gobierna el
discurso -véanse, por ejemplo, los monólogos sucesivos de Charito y
Leopoldo en el entierro de Juan en págs. 128-129-, y también en la
mezcla de voces narrativas que a veces hay que identificar por su estilo
o sus alusiones: primera persona autorial, tercera persona, narrador
homodiegético, monólogo interior, segunda persona. La riqueza de
recursos se apoya, además, en un lenguaje variado y rico, entreverado de
intertextos y sometido a veces a series anafóricas y a estructuras
retóricas y rítmicas demasiado palmarias: “No era fácil desentrañar
aquella malquerencia, esclarecer aquel encono, averiguar aquella
persecución, descifrar aquel acoso que amenazaba desde la sombra a la
familia, como la madreselva, olorosa y tierna, se iba apoderando de
árboles y plantas hasta asfixiarlas. Bien claro estaba que no los
querían, que había vecinos envidiosos, que no podían confiar en nadie, y
sin embargo él se empeñaba en ser amable, en disculparlos, en quitarle
hierro a todo” (p. 101).
Con este bagaje expresivo se modelan unos retratos hondos y
detallados que ninguna biografía podría haber alcanzado, y el lector
asiste a sucesos que cobran luz inusitada gracias al esplendor verbal
con que se recrean, cercano a la visión poética: el viaje de novios de
Moisés Panero y Máxima Torbado, futuros padres de Leo-
poldo, al monasterio de Piedra, donde el paisaje se hace viva
representación de los estados de ánimo; la visita de Felicidad a la
casona familiar de Astorga (en una visión que recuerda lejanamente la
casa Usher de Poe); la delicadísima relación entre Felicidad Blanc y
Luis Cernuda en Londres, resuelta en páginas antológicas y repletas de
matices; las desavenencias, desvíos y acercamientos del matrimonio
Panero. La transmutación de las experiencias personales en poesía fusión
se lleva consigo el recuerdo de versos de Panero y de otros poetas,
unidos a comentarios pertinentes y a numerosas reflexiones acerca de la
función de la poesía y del arte, emanadas de Panero, de algunos de sus
amigos -co-mo Rosales o Dámaso Alonso- o del narrador anónimo, en
pasajes donde la literatura, y sobre todo la poesía, se convierte en
motivo principal del texto, como lo es en la vida de casi todos los
personajes de Jardín perdido.
El acento puesto en los miembros de la familia Panero, cada uno de
los cuales va ocupando sucesivamente su alojamiento especial en el
relato de acuerdo con la cronología -primero los padres, luego Leopoldo y
sus hermanos, a continuación Felicidad Blanc, después los hijos- no
debe hacer olvidar que, además, Jardín perdido traza un
convincente panorama de la turbia sociedad española del franquismo y del
papel de sus intelectuales en los intentos de propaganda cultural
orquestados por el régimen: un aspecto que no por conocido deja de tener
interés.